Mónica Mendoza Madrigal
En los últimos 20 años, el comportamiento del electorado ha vivido cambios radicales. En todas nuestras geografías el votante pasó de ser un fiel simpatizante de partidos autoritarios porque era la tradición o la única opción existente, a convertirse en un ser apático respecto de la participación ciudadana, por un alejamiento ocasionado por la corrupción rampante y el encumbramiento de una clase política que dejó de tener los pies sobre la tierra.
Así pues, el segmento que más ha crecido en estas dos décadas es el de los llamados indecisos, que no son una masa inerte de irresponsables con el deber cívico, a quienes debamos encasillar para lincharles públicamente por su omisión electoral.
El fenómeno es más complejo y ha evolucionado.
En la joven democracia mexicana –no olvidemos que apenas tenemos 107 años de haberlo dejado por escrito en la Constitución– en 70 de éstos fuimos gobernados por un mismo partido y en todo este tiempo solo hemos tenido tres cambios de régimen político, aún insuficientes para hacer madurar al ingrediente más importante de este proceso: la cultura cívica de las personas que elegimos a quienes nos gobiernan y representan.
Con esa pobreza de referentes, la ciudadanía es concebida como el mero proceso de ir a votar, actividad que en general en este país se hace muy poco –en elecciones intermedias apenas logra superar el 50 por ciento de la lista nominal y en las concurrentes alcanza quizá un 10 por ciento más–, lo que en matemáticas simples muestra que casi la mitad de quienes pueden votar, no lo hacen.
Buena parte de esta apatía es resultado de la estrategia de polarización que ha sido deliberadamente construida y fomentada desde el púlpito presidencial para generar un divisionismo que permitiera delimitar al segmento de electorado al cual usar como carne de cañón para librar las más sucias batallas electorales. Pero hay un número indeterminado de personas cuya decisión política –consciente y racional– es expresar su opinión manifestando su rechazo a las candidaturas, a los partidos y al sistema político mediante la no emisión de su sufragio.
A este comportamiento político se le ha llamado desafección y ha crecido en una forma muy significativa, erosionando la democracia, fenómeno que ha crecido notablemente en América Latina y en el mundo.
Así pues, referirnos genéricamente al grupo de personas que no han definido el sentido de su voto desde las campañas electorales nos lleva a llamarles indecisos, lo que –como se ha mencionado antes– no es que les cueste trabajo decidir, sino que en realidad tienen tal nivel de desilusión que su decisión de expresa protestando con la omisión del sufragio.
Hay que decir que esta postura política proviene de personas que suelen estar altamente imbuidas en el estudio crítico de la oferta electoral, por lo que su decisión no tiene nada que ver con no conocer lo que las personas candidatas presentan, ni en quiénes son ellas o ellos o en los partidos que les postulan, sino en la mezcla de todo eso.
Vaya, el que alguien tenga una postura política tan firme y determinada siempre es algo que hay que reconocer, aun cuando no coincidamos con la decisión a la que esa posición conduce.
Pero hay otro gran grupo que sí es sensible a lo que pasa en las campañas, que sí se involucra con los sucesos del micro-universo de 60 días en donde el cielo y el infierno libran sus batallas; que sí empatiza con las candidaturas, sí conecta con quienes se postulan y que no solo le entra a la dinámica que se construye desde la mercadotecnia y que hace gala de la creatividad y del enamoramiento mediático.
Esos votantes son quienes definirán el resultado de la elección de este domingo. Se les llama “switchers” y como su nombre lo indica, son un electorado cambiante que de último minuto definirán quién será la persona que triunfe.
Los partidos han estimado que el principal segmento del electorado que pertenece a los “switchers” son jóvenes y que acabarán animándose a votar –primera gran decisión que habrán de asumir–, tomando sus decisiones mucho más allá de la nebulosa realidad que las encuestas pretenden recrear y que las narrativas triunfalistas han posicionado.
Pero no son los únicos.
Si hay un segmento que es estratégico en esta elección, es el de las mujeres.
El 51.9 por ciento del padrón electoral lo somos y por matemática elemental, el nuestro es el voto que puede inclinar la balanza.
A diferencia del voto de las juventudes –que sigue mostrándose escéptico– las mujeres tenemos una larga tradición como electoras, pero no como decididoras.
Es decir: la cultura paternalista de nuestro país se ha aprovechado de la precariedad y vulnerabilidad femenina y nos ha usado como rehenes de prácticas de manipulación electoral; pero parte del despertar del poder femenino, cuyo proceso de liderazgo es irreversible, se manifiesta precisamente en la reivindicación de nuestra libertad de decidir.
Las mujeres electoras tenemos voz, voluntad y decisión y hoy más que nunca, expresamos nuestra libertad, eligiendo.
Este domingo 2 de junio seremos el fiel que incline la balanza, porque ejerceremos nuestra ciudadanía política utilizando la mejor arma que tenemos: nuestro voto.