Por Aurelio Contreras Moreno

 

Nunca en la historia de las sucesiones presidenciales del México contemporáneo, el mandatario saliente le había hecho sombra al entrante hasta el grado de borrarle de la escena por completo.

 

La tradición política dictaba –incluso en la época de la fallida alternancia partidista- que una vez que el triunfo electoral era legalmente reconocido por la autoridad competente, todos los reflectores se dirigían al presidente electo, mientras que el presidente en funciones se replegaba paulatinamente para darle a su sucesor el espacio político suficiente para tomar las amarras del poder.

 

Hasta en la época del “maximato”, Plutarco Elías Calles –quien puso a cuatro presidentes que lo sucedieron- operaba con discreción y no se imponía, al menos públicamente, al mandatario en turno, aunque sí políticamente. Hasta que Lázaro Cárdenas le puso un “hasta aquí” y lo desterró, literalmente, del país.

 

Hubo otros presidentes que durante sus respectivos mandatos concentraron una enorme cantidad de poder y que aspiraron a mantenerlo una vez concluidos sus sexenios, o bien se tomaron atribuciones que ya no les correspondían, como Miguel Alemán Valdés, Luis Echeverría, José López Portillo y Carlos Salinas de Gortari. Al primero, le exhibieron la enorme corrupción de su gobierno; al segundo, lo mandaron de embajador al lugar más lejano posible; el tercero le provocó un desastre a su sucesor y éste lo hundiría en el descrédito y el desprecio popular; y el cuarto se tuvo que ir del país mientras uno de sus hermanos terminaba en la cárcel y su imagen era arrastrada por los suelos como el culpable de la enésima crisis económica.

 

El poder, pues, no se comparte. Se ejerce. Y en el caso de los presidentes de México, una vez que lo tomaban en sus manos, antes incluso de rendir protesta, lo desplegaban a plenitud y sin injerencia de nadie más. Pasó incluso hasta en las tres alternancias partidistas. El presidente electo tomaba las decisiones que configurarían el arranque de su administración bajo sus propios términos, salvo en algunos de los casos ya mencionados, que tendrían consecuencias contundentes.

 

Lo que vemos en la actualidad es otra historia. Como nunca antes, el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, sigue siendo el eje de la política en el país a menos de dos semanas de que concluya su sexenio. Todo tiene que ver con él. Las reformas legales que se han aprobado y aprobarán este mes de septiembre son para complacerlo a él y no para facilitarle las cosas a quien a partir del 1 de octubre tendrá sobre su espalda toda la responsabilidad de lo que ocurra en el país.

 

Claudia Sheinbaum, la primera mujer presidenta de México, ha sido completamente empequeñecida por López Obrador en el periodo de transición de gobierno. Le ha puesto medio gabinete; la trae de dama de compañía en sus inopinadas giras de “despedida” por el interior del país; le impuso la agenda política, legislativa y económica con la que arrancará su sexenio; la ha dejado atada de manos para tomar decisiones que ya le corresponderían solo a ella; y encima, le dejará una especie de “delegado” en la figura de su hijo Andrés López Beltrán, quien desde Morena “vigilará” que la presidenta no se aparte del guion que alguien más escribió para ella y hasta le meterá ruido sucesorio desde el primer minuto de su gobierno.

 

Adicionalmente, López Obrador le pasará a Sheinbaum la estafeta de un país sumido en la inseguridad y la violencia criminal y, al mismo tiempo, controlado en sus áreas estratégicas por los militares, la casta a la que el obradorato empoderó hasta niveles insensatos.

 

Una de las imágenes difundidas la semana pasada de su presentación ante las fuerzas armadas es muy ilustrativa de lo que sucede. Flanqueada por los comandantes del Ejército y la Marina, así como por López Obrador, frente a miles de efectivos militares, la próxima presidenta no luce empoderada. Se ve acorralada.

Claudia Sheinbaum asumirá la Presidencia en unos días. Pero, ¿tomará el poder?

 

 

Email: aureliocontreras@gmail.com

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