Cada vez que pago a la cajera del supermercado por las cosas del mandado, mi hija se aleja de mí con cierta vergüenza y desprecio.
Lo hace porque no le gusta que saque mis billetes de un sobre amarillo donde guardo mi dinero.
Recuerdo que mi abuelo guardaba su dinero en un paliacate y mi abuela usaba un monedero de piel desprendida y arrugada por el uso. Cuando me llevaba a la paletería, sacaba de su paliacate los billetes arrugados y pagaba con gusto por mi paleta de limón.
No tenía prejuicios. Él tampoco. Ni siquiera me preguntaba por qué guardaba su dinero en ese paliacate que además usaba para limpiarse el sudor de la frente.
La empresa donde trabajé varios lustros me pagaba mi dinero dentro de un sobre amarillo. Lo contaba y lo volvía a meter, luego iba con mi esposa a comprar las cosas del mandado.
Hace tiempo que dejé de trabajar en esa empresa, pero me quedó la costumbre de guardar mi dinero en sobres. Me parece útil poner en sobres el dinero para los distintos pagos que debo hacer a fin de mes.
Ahora, cada vez que voy con mi hija comprar mandado, me llevo el sobre amarillo y, como si fuera una cartera, voy sacando los billetes para pagarle a la cajera el atún, las galletas y el café.
¿Por qué sigues usando un sobre? ¿No puedes usar cartera? Me pregunta mi hija con molestia mientras se aleja para que la gente alrededor no vea cómo saco mis billetes impecables del sobrecito amarillo.
“Es una costumbre y no le veo nada de malo hacerlo”, le respondo mientras coloco las cosas en el carrito. Nadie alrededor me ha dado ese dinero, así que no tendrían ningún derecho a juzgarme ni pedirme que lo guarde como ellos.
Lo gané, y puedo usarlo y guardarlo como me dé la gana. A mí no me avergüenza, ni siquiera me fijo dónde guarda su dinero el resto de la gente que paga en las cajas contiguas del supermercado.
Ser diferente molesta a las personas.